guía para no perderse en una gigantesca red de la que somos cada vez más dependientes – El diario andino




Cada vez es más fácil ver satélites moviéndose sigilosamente por el cielo nocturno. Hay incluso herramientas para saber qué satélites están pasando o cuándo pasarán los trenes Starlink por encima de tu ciudad.
Desde el GPS que nos guía por las carreteras hasta las retransmisiones de eventos deportivos, pasando por la flota de satélites meteorológicos que han mejorado enormemente el pronóstico del tiempo: si los cables submarinos son los pilares de la era digital, los satélites son los tirantes que sostienen el puente.
Qué es un satélite (y qué no)
La palabra viene del latín satelles, que significa «acompañante». En esencia, un satélite es cualquier objeto que se encuentra en una órbita cerrada alrededor de un cuerpo de mayor masa, atrapado por su gravedad. La Luna es el satélite natural de la Tierra.
Según datos de la Agencia Espacial Europea, a día de hoy hay 14.690 satélites artificiales en la órbita terrestre, incluyendo los operativos y los inactivos. El 86% se encuentra en la órbita baja terrestre, a menos de 2.000 km de altitud, donde completan hasta 16 vueltas a la Tierra cada día. El 2,5% lo hace en una órbita media, completando entre dos y seis vueltas diarias. El 5,5% restante se encuentra en la órbita geoestacionaria, a 35.786 km de altitud, donde pueden mirar siempre al mismo punto de la Tierra. El resto recorre órbitas elípticas.
Sin embargo, no todo lo que lanzamos al espacio califica como satélite. Las sondas interplanetarias (o incluso las interestelares, como las naves Voyager) están diseñadas para escapar de la gravedad terrestre y viajar hacia el espacio profundo. No orbitan la Tierra, por lo que no son satélites de nuestro planeta. Un ejemplo reciente es la sonda europea Hera que va camino a un asteroide y acaba de aprovechar la gravedad de Marte para acelerar su viaje.
Aunque por definición podrían serlo, tampoco se consideran satélites los cohetes, las naves o las estaciones espaciales que orbitan la Tierra. Otra posible distinción es la de «basura espacial», que engloba a todos los satélites muertos, etapas de cohete abandonadas y hasta fragmentos de pintura en la órbita terrestre. El peligro no es su origen ni su tamaño, sino su velocidad de hasta 28.000 km/h, que convierte cualquier pequeño trozo en un proyectil.
Tras décadas de lanzamientos de satélites con mayor o menor responsabilidad, la basura espacial se ha convertido en un problema serio. Cada vez que un satélite explota en órbita o se desintegra en cientos de pedazos, el peligro de una colisión en cadena es mayor. Todo satélite artificial, una vez agota su combustible o sus componentes fallan, se convierte en un nuevo miembro de este vertedero orbital hasta que cae por efecto de la gravedad y el frenado atmosférico, donde la atmósfera se encarga de limpiarlos. Cada día reingresan a la atmósfera tres grandes piezas de basura espacial, y el número va en aumento.
Tipos de satélite
La primera gran división es sencilla: existen satélites naturales y satélites artificiales. Los primeros son parte del cosmos; los segundos, de la ingeniería humana.
Satélites naturales
Comúnmente llamados lunas. Son cuerpos celestes que se formaron de manera natural y orbitan planetas, asteroides o incluso otros cuerpos más grandes. En nuestro sistema solar, solo Mercurio y Venus carecen de satélites. Su origen puede ser de tres tipos: co-formación, captura gravitacional o un impacto gigante, como el que se cree que formó nuestra Luna.
Los gigantes gaseosos como Júpiter y Saturno tienen tantas lunas que forman «mini sistemas solares» cada uno. Algunas son mundos fascinantes por derecho propio. Ganímedes, la luna más grande de Júpiter, es más grande incluso que el planeta Mercurio. La luna joviana Europa es una de las más codiciadas para la búsqueda de vida extraterrestre. Se cree que bajo su corteza de hielo hay un enorme océano de agua líquida que podría albergar vida microbiana.
El equivalente en Saturno es la luna helada Encélado, que expulsa géiseres de vapor de agua al espacio desde un océano subterráneo. Titán, otro de los satélites de Saturno, es el único con una atmósfera densa que mantiene ríos y lagos de metano líquido en su superficie. Es donde la NASA planea desplegar el helicóptero Dragonfly, tras el éxito de Ingenuity en Marte.
Satélites artificiales
Son las naves sin tripulación que enviamos constantemente al espacio para diferentes misiones. Desde el Sputnik 1 que lanzó la Unión Soviética en 1957, hemos lanzado decenas de miles.
La empresa que domina el despliegue de satélites desde hace unos años es SpaceX, cuyo cohete Falcon 9 puede reutilizar la mayor parte de su masa. La compañía de Elon Musk ha lanzado 8.000 satélites Starlink en cinco años. El operador de Internet por satélite da servicio a cinco millones de usuarios sin apenas competencia, aunque alternativas como Project Kuiper de Amazon han comenzado su despliegue masivo en 2025, mientras China y Europa invierten en sus propias alternativas para tratar de cubrir su desventaja estratégica.
Los satélites artificiales se pueden clasificar según su órbita, su tamaño y su función. La órbita es el factor más determinante de un satélite porque es lo que define qué verá, con qué frecuencia y cómo se comunicará con nosotros.
Órbita baja terrestre (LEO). Va desde unos 160 km hasta unos 2.000 km de altitud. En ella los satélites dan una vuelta a la Tierra cada 90-128 minutos, lo que proporciona latencias muy bajas para satélites de comunicaciones y una gran resolución para satélites de observación, además de menores costes de lanzamiento. Sus desventajas son la cobertura limitada (obliga a desplegar megaconstelaciones) y el arrastre atmosférico, que acorta su vida útil o exige maniobras de mantenimiento de órbita. Es la órbita de las megaconstelaciones como Starlink y de la mayoría de los satélites de observación terrestre.
Órbita terrestre media (MEO). Se extiende de 2.000 km a 35.786 km de altitud y ofrece periodos orbitales de 2 a 12 horas. Con muchos menos satélites que en LEO se logra una cobertura global y una latencia intermedia. Su principal inconveniente es que atraviesa los cinturones de radiación de Van Allen, lo que exige componentes más resistentes. Es el dominio natural de los sistemas de navegación por satélite (GPS, Galileo, GLONASS, BeiDou).
Órbita geoestacionaria (GEO). A 35 786 km sobre el ecuador, un satélite completa una órbita exactamente en 23 horas, 56 minutos y cuatro segundos, manteniéndose aparentemente fijo sobre la misma región terrestre. Esto hace que la órbita GEO sea ideal para telecomunicaciones, televisión y meteorología: cada satélite cubre casi un tercio del planeta. Sus inconvenientes son la latencia elevada (250 ms de ida y vuelta) y la falta de cobertura en latitudes muy altas. Un ejemplo reciente de su uso avanzado es el satélite radar geoestacionario chino de vigilancia.
Órbita altamente elíptica (HEO). Son satélites con un perigeo muy bajo (unos 1 .000 km) y un apogeo muy alto (por encima de GEO). Gracias a su excentricidad, permanecen muchas horas sobre las altas latitudes en cada vuelta a la Tierra, ofreciendo la cobertura que GEO no puede proporcionar en las regiones polares. A cambio exige un seguimiento complejo y también atraviesa los cinturones de radiación. El caso más conocido son las órbitas Molniya (con un periodo de 12 horas) usadas para comunicaciones y vigilancia en zonas polares.
Otra forma de calificar los satélites es según su masa, la faceta donde más avanza la industria espacial. La miniaturización ha permitido que desde universidades hasta startups puedan lanzar sus propios satélites. La clasificación por masa revela deja patente esta diversidad: los satélites grandes (de más de 1.000 kg) incluyen observatorios como el Telescopio Espacial Hubble. Los minisatélites (de 100-500 kg) son comunes en constelaciones como la de OneWeb.
Bajando en la escala, los microsatélites (10-100 kg) se usan para misiones de investigación, mientras que los nanosatélites (1-10 kg), popularizados por el estándar CubeSat, han abierto el espacio a la educación y a las startups. Finalmente, los picosatélites (desde 100 gramos) se emplean para experimentos y vuelos en formación.
En última instancia, un satélite se define por lo que hace. Sus misiones son la columna vertebral de nuestra infraestructura global. Las principales son:
Comunicaciones: Actúan como repetidores para TV, teléfono e internet. La innovación en este ámbito ha sido constante, hasta el punto de que SpaceX ya ha activado la conexión celular directa de smartphones LTE con sus satélites Starlink, un servicio que Elon Musk logró vender a Apple por 5.000 millones de dólares para ofrecer conexión en los iPhones.
Observación de la Tierra. Misiones meteorológicas o científicas que vigilan el clima o la salud de nuestro planeta. La ESA ha lanzado recientemente un modernísimo satélite con radar en banda P para ver a través de los bosques y poder hacer un recuento de la biomasa forestal.
Navegación (GNSS). Nos dicen dónde estamos. Sistemas como el GPS estadounidense o el BeiDou chino, que ya ha convencido a más de 140 países, son infraestructuras críticas.
Investigación astronómica. Son nuestros ojos en el cosmos. Vigilan los asteroides cercanos a la Tierra, crear eclipses artificiales para estudiar el Sol o capturan imágenes profundas.
Militares: Se usan para inteligencia, vigilancia y comunicaciones seguras. Desde satélites «matrioshka» rusos que se dividen para acosar al enemigo hasta los avanzados satélites militares de España al servicio de la OTAN. Su papel ha adquirido mayor importancia desde que la guerra de Ucrania demostró la superioridad de la megaconstelación Starlink. Ya se habla abiertamente de «Starlink killers» para desactivarlos en caso de conflicto.
Anatomía de un satélite: el «bus»
Un satélite se compone de dos partes fundamentales: la carga útil, que son los instrumentos que cumplen la misión (una cámara, una antena…), y el bus, la plataforma que soporta todo lo demás. El bus es la maquinaria que mantiene vivo y funcional al satélite. La tendencia actual es hacia buses modulares y estandarizados y cargas útiles definidas por software, lo que permite reconfigurar la misión del satélite una vez en órbita, aumentando su flexibilidad y valor.
Los subsistemas clave son la estructura (el chasis que soporta todo); el sistema de potencia (EPS), generalmente con paneles solares y baterías; el control térmico, que mantiene la temperatura adecuada; el control de actitud (ADCS), que orienta el satélite; la propulsión, para las maniobras orbitales; el sistema de telemetría, seguimiento y comando (TT&C), para comunicarse con tierra; y la computadora de a bordo (OBC), el cerebro que gestiona todas las operaciones. A veces, estos sistemas fallan, pero un hacker alemán demostró recientemene que es posible resucitar un satélite que llevaba 12 años inutilizable con un cambio de firmware.
Gobernanza orbital: las reglas del juego
A pesar del creciente problema de la basura espacial, lanzar y operar un satélite no es el salvaje oeste. Existe un complejo marco jurídico y regulatorio que busca asegurar un uso pacífico y sostenible del espacio.
La base de todo es el Tratado del Espacio Exterior de 1967, que establece el espacio como patrimonio común de la humanidad, prohíbe las armas de destrucción masiva en órbita y responsabiliza a los Estados por sus actividades espaciales. Le suceden otros acuerdos como la Convención sobre Responsabilidad de 1972 y la Convención de Registro de 1976).
La agencia que coordina el uso de las frecuencias de radio y reparte las posiciones orbitales de los satélites en la codiciada órbita GEO es la Unión Internacional de Telecomunicaciones (ITU), que forma parte de la ONU. Luego está la regulación nacional. Cada país debe autorizar y supervisar los lanzamientos de su jurisdicción. Agencias como la FCC en Estados Unidos o la CNMC en España otorgan las licencias de espectro necesarias para evitar interferencias.
El mayor cuello de botella actual es la gestión del tráfico espacial. Con miles de satélites y más de un millón de fragmentos de basura espacial, el riesgo de colisión es real. Incidentes como el cruce cercano entre un satélite ruso y uno estadounidense o el misterioso movimiento de un antiguo satélite británico ponen de manifiesto este peligro. Servicios como Space-Track o LeoLabs monitorizan los objetos en órbita y emiten alertas de conjunción para que los operadores de satélites puedan realizar maniobras evasivas.
Para mitigarlo han proliferado de esfuerzos de retirada de basura espacial (aún muy incipientes) y regiones como Estados Unidos y Europa han impuesto reglas más estrictas para prevenir que los satélites y cohetes muertos queden orbitando la Tierra. La recomendación internacional es que los satélites en LEO sean desorbitados en un plazo de 25 años tras finalizar su misión.
El ecosistema satelital y el futuro
La era espacial actual es un ecosistema complejo que depende tanto de la tecnología en órbita como de la capacidad para llegar a ella. El coste y la disponibilidad de los lanzamientos son clave. La tendencia está marcada por la reutilización, liderada por el Falcon 9 de SpaceX, que ha abaratado drásticamente el acceso al espacio, hasta el punto de que Arianespace advierte que Elon Musk puede monopolizarlo todo. Le seguirá el gigantesco cohete Starship.
A su vez ha surgido una nueva generación de microlanzadores, incluido el Miura 5 de PLD Space para dar servicio dedicado a los satélites pequeños. La flexibilidad es la norma: incluso gigantes como Amazon han contratado a su competidor SpaceX para lanzar parte de su constelación Kuiper, demostrando que la capacidad de lanzamiento es un bien estratégico.
Pero la innovación no se limita a los lanzadores. SpaceX ha estandarizado las comunicaciones láser con enlaces ópticos entre sus satélites, y la NASA, con misiones como OSAM-1, está probando la capacidad de repostar, reparar y ensamblar satélites directamente en el espacio. Una idea que China ya ha puesto en práctica con su primera «gasolinera espacial».
También China está desarrollando sistemas para enviar energía solar a la Tierra desde la órbita, donde los paneles solares son más eficientes y pueden capturar más horas de luz. Si los satélites ya son la base de nuestro mundo digital, en el futuro podrían serlo también de la energía que consumimos.
Imagen | ESA
En | Qué son las tormentas solares y por qué la sociedad se ha vuelto tan vulnerable a algo que lleva ocurriendo millones de años